La sensibilidad en realidad siempre estuvo ahí, aunque no lo sabía ni le ponía nombre (ni yo ni mi entorno). Desde pequeña observaba todo y a todos con curiosidad, me preguntaba infinitos porqués y lo que a unos les parecía timidez, seguramente era ese exceso de información que recibía y necesitaba asimilar. Mis sentidos estaban muy activos, contaba con buenos amigos y disfrutaba mucho en entornos creativos o espacios naturales.

En la adolescencia me interesó conocer otras formas de vivir y de pensar, por lo que empecé a devorar libros y buscar referentes a la vez que desarrollaba mi lado creativo con la escritura, dibujo y fotografía. Ahí se potenció más esa sensación de no encajar, de vivir las emociones con más intensidad de otros y de querer trabajar aportando a otros de alguna forma.

Aquello me llevó a querer viajar, conocer otras culturas y querer “construir” un mundo mejor, así que acabé formándome como arquitecta porque unía esas inquietudes. Etapa en la que disfruté de los proyectos y los clientes, esa creatividad y trato con la gente que me sigue apasionando.

Tras unos años mi cuerpo me pedía un cambio, me sentía a menudo estresada sin saber por qué y sin saber cómo cambiarlo. También me di cuenta que seguía queriendo encajar en sitios que en realidad no eran muy afines a mí ni a mis valores, laboral y personalmente, aunque no sabía decir no y salir de esa rueda en la que a veces nos metemos sin darnos cuenta.